La flecha del tiempo by Martin Amis

La flecha del tiempo by Martin Amis

autor:Martin Amis [Amis, Martin]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1991-08-31T16:00:00+00:00


Segunda parte

IV. SE HACE LO QUE SE PUEDE, QUE NO SIEMPRE ES LO MEJOR

Zarpamos con rumbo a Europa en el verano de 1948: con rumbo a Europa y a la guerra. A todo esto, digo zarpamos, pero a esas alturas John Young iba cada vez más a lo suyo. Se había producido una especie de bifurcación, en torno a 1960 o puede que antes. Yo seguía viviendo dentro de él, sin hacer ruido, entregado a mis propios pensamientos. Pensamientos que tenían entera libertad para vagar a través del tiempo.

En el barco en que viajamos resuenan todas las lenguas de Europa, bajo un cielo enorme y su zoo de cúmulos, con sus osos polares y sus leopardos de nieve. En la cubierta inferior, en donde va todo el mundo, se tiene una sensación de escandalosa y esclarecedora felicidad. El rostro de los hombres, cuando es feliz, se empeña en adoptar un ángulo muy determinado; puede que incluso se pueda medir con toda precisión. Digamos que trece grados respecto de la horizontal. Además, la felicidad tiene su propia ferocidad: el derecho a vivir y a amar, a los que se agarra con todas sus fuerzas. Muy bien. John Young se muestra especialmente elegante y apuesto cuando visita la cubierta inferior para estirar las piernas, mañana y tarde, con el bastón de empuñadura de marfil, con los zapatos negros relucientes, con un razonable puro. De forma cuando menos impresionante surca ese territorio inferior, dejando atrás las familias apiñadas, las jóvenes madres, los llantos de los niños. Los llantos de los niños: todos sabemos bien qué significado tienen, sea en la lengua que sea. Todo el mundo parece tener al menos un niño pequeño, así, de repente. Como si desearan almacenarlos a buen recaudo, sanos y salvos, antes de la violenta renovación de la guerra.

Para empezar, el viaje tuvo un aire de evasión, de fuga. Resplandecía el mar con un millón de ojos, un millón de testigos de nuestra huida. Aparte de ansiar que la ley, o lo que fuese, llegase a su altura y lo alcanzase (aunque no fue así), no me había fijado en demasía, por no tener mayor interés, en los furtivos y elaboradísimos preparativos de viaje de John; por ejemplo, la serie de entrevistas que mantuvo con el Reverendo Kreditor. La verdad es que no desperté del todo hasta que hicimos el breve viaje en barca hasta la Isla de Ellis. Claro está que, meses antes, había sospechado la existencia de un trastorno de grandes dimensiones a causa de lo que empezó a ocurrir en la piel de John. Al principio no fue más que un brillo matizado; luego, durante aquella fría primavera, se convirtió en un color mostaza para perrito caliente, y luego llegó hasta el tono manteca de cacahuete. ¡Diantre!, pensé. ¡Ictericia! Al fin caí en la cuenta: un simple bronceado. Bastó con sumar dos más dos: son muchos los que se ponen por fuera de ese modo antes de regalarse con unas vacaciones a la moda, caras, en algún exótico lugar.



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